«El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.
1.
Cuando hablamos de combate, entendemos que tenemos ciertos enemigos contra los que hemos de luchar. ¿Contra quien es esta nuestra lucha, y cuáles son sus armas y estrategias?
1.1. El demonio
El Papa Pablo VI nos ha enseñado con claridad que el mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. En nuestras luchas diarias ¡jamás hay que olvidar o desestimar la injerencia del demonio! Es más, es necesario ser sobrios y velar, porque el diablo «ronda como león rugiente, buscando a quién devorar.
Para lograr su objetivo, cual es el apartarnos de Dios y destruirnos, el demonio se vale de la tentación. Por la tentación el demonio busca hacer que desconfiemos de Dios, de su bondad, de que Él realmente quiere nuestro bien, incita a la desobediencia, a la rebeldía, a rechazar a Dios y sus designios. El Señor Jesús, tentado en el desierto y victorioso, nos enseña como enfrentar las tentaciones: con criterios objetivos, que son los que encontramos en la Sagrada Escritura. Él nos enseña que la tentación se rechaza de plano, que con la tentación no se dialoga, pues quien como Eva entra en el diálogo con la tentación poco a poco es envuelto en la ilusión y fantasía, y engañado termina pensando que lo que es un mal objetivo en realidad es "bueno para mí". Una vez que la tentación logra esa sustitución, la voluntad se dirige hacia el mal que ahora, en la mirada de la persona, tiene apariencia de bien.
1.2. El mundo
Nuestra lucha es también contra el "mundo" antagónico a Dios, el ámbito personal o social del hombre sometido a la influencia y dominio del Maligno. Este mundo engloba un conjunto de anti-valores, normas y criterios opuestos al Evangelio, o que pretenden ser indiferentes a Él, y nos presenta el poder, el tener y el placer como criterios de acción y fuente de realización para el ser humano.
El mundo ejerce un sutil influjo en los hijos de cada época de la historia. También nosotros hemos asimilado con los años muchos de sus criterios y actuamos en la vida cotidiana de acuerdo a ellos. La conversión empieza justamente por un "cambio de mentalidad", por una metanoia, es decir, por el decidido empeño de despojarse de los "criterios del mundo" y asimilar los "criterios del Evangelio" para vivir de acuerdo a ellos. Esta lucha diaria implica educarnos en una constante actitud crítica: ¡debemos aprender a juzgarlo todo desde el Evangelio!
1.3. El hombre viejo
¿No experimentamos muchas veces en nosotros una fuerte división? Digo que le creo al Señor, que quiero hacer lo que Él me dice, me entusiasma el ideal de la santidad, pero ¡con cuántos de mis actos niego mis anhelos, niego al Señor! También San Pablo, una gran santo y apóstol, experimentaba en sí esta división y conflicto interior: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco.
Las pasiones desordenadas que me llevan a hacer el mal que no quería, las tendencias pecaminosas que descubro en mí, los malos hábitos y vicios, mis caprichos y la ley del gusto-disgusto que prima tantas veces en mí como criterio de elección, son elementos que forman parte de esta compleja realidad personal que llamamos "hombre viejo". Se trata delpecado «que habita en mí» y que en mí ha dejado sus secuelas. Es este un enemigo que llevo dentro de mí, que continuamente ofrece batalla y resistencia. En esta lucha se trata de alcanzar, por medio de un trabajo ascético y en apertura a la gracia divina, un auto-dominio que nos permita reordenar nuestro interior y orientar todas nuestras energías y potencias al propio despliegue en el cumplimiento del Plan divino. El ejercicio de los silencios es un medio excelente para crecer día a día en este auto-dominio o maestría de mi persona.
2. LA NECESIDAD DE CUSTODIAR NUESTRA VIDA ESPIRITUAL
En esta lucha no es posible triunfar si no se atiende debidamente la propia vida espiritual. El nuestro es un combate espiritual, por ello nuestras armas son espirituales: ¡son las «armas de la luz, de las que hay que revestirnos! Los momentos fuertes de oración, el ejercicio continuo de la presencia de Dios, el nutrirnos del Señor y de su fuerza en la Eucaristía, el continuo recurso al perdón de Dios y a la gracia en la confesión sacramental, las lecturas edificantes, el conocer el testimonio de los santos y de personas de vida cristiana destacada, y otros medios son indispensables para fortalecernos y para contar con las armas necesarias para el combate.
Quien en esto no persevera, será como un soldado que va a la batalla sin armas, sin casco ni protección alguna. Quien no permanece vigilante y en oración, se hace frágil y vulnerable ante la tentación. En cambio, todo lo puede quien encuentra su fuerza en el Señor. Así, pues, si queremos vencer en esta lucha, ¡procuremos crecer y madurar día a día en nuestra vida espiritual, poniendo los medios adecuados y perseverando en ellos!
3. UN COMBATE QUE DURA TODA LA VIDA
Lanzarnos con un entusiasmo inmaduro al combate lleva quizás a algunas victorias y crecimientos iniciales, pero eso no basta. La vida cristiana no es una carrera de velocidad, sino de largo aliento. El empeño por ser santos no es cuestión de un momento, sino de toda la vida.
Así, pues, hemos de aspirar a adquirir la necesaria tenacidad para ofrecer un combate duradero, pues la vida eterna se conquista por la perseverancia. Por eso hay que rezar y pedirle al Señor, pues no pierde en esta batalla el que es una y mil veces herido, sino el inconstante, el que dejándose vencer por el desaliento, la desesperanza, o el desánimo, deja de luchar. Como decía Fray Luis de Granada, «no se llama vencido el que fue muchas veces herido, sino el que siendo herido, perdió las armas y el corazón». Triunfará quien, aunque mil veces herido, siempre se levanta, como aquellos muñequitos que se llaman "porfiados": por más que se los tumbe, tercos y porfiados vuelven a ponerse nuevamente de pie. Recordemos también en este sentido aquella máxima que nos invita a la humildad y paciencia en la lucha: Santo no es aquél que nunca cae, sino el que siempre se levanta, y sufre todo en silencio sin dar la mas minima queja....
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