El discurso de Benedicto XVI ante la mezquita nacional jordana –a la que calificó de estupendo espacio sagrado para adorar al Dios Omnipotente–, responde a una pregunta de singular importancia en nuestro tiempo: ¿Son las religiones causa de división en nuestro mundo y por tanto deben ser apartadas de la esfera pública?
En su argumentación, el Papa recorrió dos pasos. Primero, mostrar que las religiones de por sí no son nocivas, sino beneficiosas para la sociedad civil. Segundo, señalar que la fe no manipula ni restringe a la razón, sino que la purifica y la ensancha. En conclusión, las religiones pueden y deben estar presentes en el debate público para proteger a la sociedad de los egoísmos individuales o grupales, garantizando así la auténtica libertad. Veámoslo más despacio.
La primera cuestión –las religiones como factores de tensiones, divisiones y violencia– debe tener en cuenta, según el Papa, que el problema no está en las religiones. «¿Acaso –se preguntaba– no sucede con frecuencia que la manipulación ideológica de las religiones, en ocasiones con objetivos políticos, se convierte en el auténtico catalizador de las tensiones y divisiones y con frecuencia también de la violencia en la sociedad?». Por el contrario, y en concreto, musulmanes y cristianos juntos son capaces de “dar testimonio de todo lo que es justo y bueno, recordando siempre el origen común y la dignidad de cada persona humana, que constituye la cumbre del designio creador de Dios para el mundo y la historia». Se hace así patente «la contribución constructiva de la religión en los sectores educativo, cultural, social, y en otros sectores caritativos».
En el diálogo interreligioso –seguía explicando el obispo de Roma– se profundiza de hecho sobre «la relación esencial entre Dios y su mundo, de manera que juntos podamos movilizarnos para que la sociedad esté en armonía con el orden divino». De esta forma, el ilustre visitante proponía el segundo paso de su argumento, nada teórico: el desafío que también juntos, los musulmanes y cristianos, pueden y deben afrontar, en el sentido de «cultivar para el bien, en el contexto de la fe y de la verdad, el gran potencial de la razón humana». El motivo es palmario: en la perspectiva creyente, la razón humana es don de Dios. Y cuando la razón se deja iluminar por la fe, no se debilita, sino que se refuerza en su capacidad de servir. Cuando las religiones pueden manifestar libremente las más hondas aspiraciones humanas, el debate público no se restringe sino que se amplía en su horizonte. «Esto protege a la sociedad civil de los excesos de un ego incontrolable, que tiende a hacer absoluto lo finito y a eclipsar lo infinito; de esta manera, asegura que la libertad se ejerza en consonancia con la verdad y enriquece la cultura con el conocimiento de lo que concierne a todo lo que es verdadero, bueno y bello».
Se sobrentiende que, como sugirió en su día el cardenal Ratzinger en su diálogo con el filósofo Jürgen Habermas (Munich, 19-I-2004), también las religiones deben beneficiarse de la crítica constructiva desde una razón abierta a la trascendencia. De esta manera, por usar la terminología que en aquél diálogo surgió, tanto las «patologías de las religiones» como las «patologías de la razón» –no menos peligrosas–, podrían corregirse recíprocamente: «¿No deberían quizá religión y razón limitarse mutuamente y señalarse en cada caso sus propios límites y traerse de esta forma la una a la otra al camino positivo?». No hay que olvidar el final de aquella intervención de Joseph Ratzinger: la interrelación entre la fe y la razón no se encierra en la cultura europea, y por tanto, es importante escuchar a las otras culturas en su «interrelación polifónica». Ya se ve que el Papa sigue dando pasos en esa dirección.
En resumen. Como quiera que las religiones son el corazón de las culturas, el debate público, si se realiza sobre la base de una racionalidad verdaderamente humana, por decirlo a la manera italiana, no puede no contar con las religiones.
La Gaceta
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