Reproduzco las palabras de un buen periodista, Bosco Martín Algarra, que encima es una gran persona. O más bien al revés. Bosco también es el director del mejor diario económico en español, La Gaceta de los Negocios, un periódico que habla de los valores bursátiles y también de los valores humanos y sólo por eso merece la pena que vaya bien.
La niña sobre la que escribe, María, la conocí cuando nació hace apenas tres meses y para siempre nos quedará el día que la tuvimos en casa. Fue un 6 de julio, fiesta grande para los navarros porque marca el inicio de los sanfermines. Tuvimos una comida de amigos y luego sobremesa con un patxarán y buena conversación. María se quedó durmiendo en el salón mientras Almudena y Graciela la vigilaban con celo de policía de inmigración americano.
Por eso, en la distancia que nos impone el Atlántico, siento esta columna de Bosco como mía y le «envidio» por no haberla escrito antes que él.
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Les cuento algo que merece la pena conocer. Sinceramente, y me van a disculpar la presunción, no creo que existan muchas cosas realmente más importantes de la que voy a tratar a continuación. Va de la vida y la muerte, eso que entiendo a todos nos preocupa un poco.
Les cuento la historia de una niña llamada María. Nació hace tres meses. Sus padres desconocían hasta ese momento que tenía —no lo padecía, simplemente lo tenía— síndrome de Down. De haberlo sabido antes, en cualquier caso, la noticia no hubiera alterado ningún plan, porque los padres de María no valoran el derecho a vivir de las personas, y menos de sus hijos o hijas, en función de las condiciones físicas o mentales. María hubiera nacido muy querida en cualquier caso, como de hecho ocurrió.
Los médicos que la trataron, además del pesar que sintieron por no haber podido detectar a tiempo la condición especial de la pequeña, comprobaron que sufría —eso sí— unas malformaciones en el corazón que la obligarían a pasar por el quirófano en cuanto ganara un poco más de peso.
Transcurrieron las semanas y María engordó entre los cuidados de sus padres y los cariños de sus cuatro hermanos mayores. Llegó el momento de la operación, la cual no revestía, en principio, mayor dificultad de la que parece obvia en estos casos.
María quedó en manos de otros médicos que se dedicaron en cuerpo y alma durante once horas a reparar las averías congénitas de su minúsculo corazón. Mientras tanto, sus padres y familiares rezaron y pidieron rezar a todos los amigos (por eso conozco yo esta historia), que a su vez hicimos lo propio con nuestros amigos y familiares. Calculo que cientos de personas debíamos de estar unidas, muchos sin conocernos entre nosotros, en este gran empeño.
Pese a todo, la operación se complicó. El postoperatorio no dio los frutos esperados y María falleció el pasado miércoles al mediodía. El mensaje informativo que envió su padre y que todos leímos con un nudo en la garganta describió perfectamente la situación: “Ahora ya tenemos una poderosa intercesora en el Cielo”.
La esperanza, sin embargo, no borra la pena. Todos queríamos que la pequeña viviera, y no fue así. Pero la historia de María, en su inocente brevedad, imparte una lección con un contenido existencial profundo, además de periodístico. Pienso en el debate, tan actual en España, sobre qué es una vida digna.
Me parece que este concepto reviste demasiada importancia como para solventarlo con una mayoría parlamentaria. Casos como el de María aportan una luz más clarificadora para conocer la Verdad sobre la cuestión que otros argumentos intelectualmente más sofisticados. Está claro que la vida de esta niña, al igual que la de muchas otras personas que cada día mueren en circunstancias parecidas, ha sido enormemente digna.
Una vez más, el problema es el amor
Corta, pero dignísima. ¿Qué demonio nos lleva a dudar de la importancia de una persona por el mero hecho de que sus cualidades físicas le permitan vivir tan sólo diez meses, tres semanas o dos horas… o incluso cuando ni siquiera puede llegar a nacer? Pensar en María, en lo mucho que la he querido en la distancia aun sin haberla podido ver en este mundo, me convence todavía más de que no existen las vidas indignas, sino poco amadas, respetadas o valoradas.
Por supuesto, los gobiernos no deben ordenar la conciencia de las personas, y menos sus sentimientos, pero sí tienen la obligación de crear leyes que ayuden a valorar el bien más preciado que poseen los ciudadanos: la existencia.
Un teléfono contra el racismo o contra la violencia doméstica, o un dispensario para inmigrantes, revelan una sensibilidad pública, lo cual está muy bien. Pero es precisamente eso, sensibilidad pública, comenzando por la gubernamental, lo que necesitan tantos bebés, nacidos o no, enfermos o no, deseados o no, que no tienen la suerte de caer en un entorno como el que pudo percibir, durante tres hermosos y dignísimos meses, nuestra querida María.
iglesia.org
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