Dicen que el matrimonio está en crisis. Dicen que los jóvenes ya no quieren casarse. Dicen que han triunfado formas más libres de convivencia que no ponen el riesgo la posibilidad de un fracaso. Dicen que el divorcio exprés ha pasado por la institución familiar como un tornado y que los casados desgajan el armazón de sus promesas con apenas un trámite con el que se hace realidad el «si te he visto no me acuerdo».
Los que dicen y dicen tantas banalidades acerca del matrimonio desconocen la esencia misma del amor, que no es una mera probatura, un vamos a ver qué tal, un si no funciona aquí santas pascuas. El matrimonio poco tiene que ver con esas relaciones de todo a cien fabricadas en molde y en las que uno juega al amor como pudiera haberse puesto a jugar a las chapas. El matrimonio es algo muy serio. Muy bonito y muy serio, que ambos términos se complementan bien y trazan el dibujo de la institución primigenia de la sociedad humana: un hombre y una mujer que se quieren y porque se quieren deciden formar entre ellos una unidad sin condiciones. Repito, sin condiciones, de tal forma que puedan sobrellevar con alegría los sinsabores de una larga vida en común. Pero también los momentos felices, los proyectos y la formación de nuevas vidas.
La belleza del matrimonio está desde hace tiempo mal contada. Puede que los que estamos implicados hasta el tuétano en la vida familiar hayamos dejado a otros –que han fracasado en el amor– que cuenten en qué consiste la vida en común. Y claro, como cada cual bebe de su experiencia han transfigurado el matrimonio en un esperpento que poco o nada tiene que ver con la realidad.
El noviazgo es una faceta interesante, fundamental para ceñir después un vínculo más sólido. Pero nos confundimos cuando focalizamos toda la atención en los novios, ya que estos aún viven una especie de sombra del amor en la que no existe el compromiso ni, por tanto, la entrega radical. El hombre o la mujer que cambian y vuelven a cambiar de novio, de ligue, de compañero o de amante ocupan demasiada atención en nuestra vida (los medios de comunicación, las películas, las conversaciones, el sector de la información rosa…), como si fueran ellos los auténticos adalides del amor. Por sus rostros y testimonios deducimos que disfrutan en esa búsqueda a veces enfermiza de la estabilidad emocional con la que se lanzan a aventuras sin ton ni son que ya desde el principio anuncian a los cuatro vientos su caducidad. La versatilidad de sus acompañantes, la sensación de seguridad que muestran ante cámaras y micrófonos, la interpretación de estar viviendo una historia de cuento desfigura la realidad, que es mucho más amarga: «no consigo soportar a nadie o nadie logra soportarme a mí, mientras a mi lado siempre encuentro a algún familiar y amigo que mantiene un amor estable y duradero con el que se libran de tantas lágrimas, de tanto ir y venir con el corazón en las manos, dispuesto a entregárselo al primero que me lo pida».
Detrás de la careta de aparente felicidad del novio eterno, del amante sin par, suele esconderse el escozor de una vida no completada. Porque el amor es donación, un proyecto que comienza el día que se verifica el compromiso público de amar a otra persona hasta los huesos, en salud y en enfermedad, en bonanza y necesidad, y que no termina nunca porque nunca acaba de perfeccionarse. La donación matrimonial es total y creciente, una suerte de perfección humana que –si se plantea bien, sin reservas de egoísmo en un por si acaso– cada vez nos hace más felices porque nos convierte en más dueños de nosotros mismos mediante nuestro abandono total en el otro.
Tal vez escriba un lenguaje difícil de entender por esta sociedad en la que los papeles están cambiados. Como decía al principio, es hora de que los que vivimos la pasión del matrimonio comencemos a contar que no se trata de una equivocación de la juventud. Ni mucho menos. Es la mejor elección que pueden tomar un hombre y una mujer que se quieren y desean quererse hasta el final del final. Así de sencillo.
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