En plena crisis cultural, cuando en Europa –por ejemplo en nuestro país– se quiere encerrar a la religión en el ámbito privado, ¿es posible abrir el debate público a la religión, como es normal en Estados Unidos?
El obstáculo para lograrlo parece consistir en la característica «hipercrítica» de nuestra vieja Europa, secularizada por la modernidad hasta el punto de que ha conseguido eclipsar la educación religiosa más básica. Y por eso muchos cristianos están desarmados –¿o acomplejados?– ante las propuestas del laicismo combativo.
No es ajeno a esto el hecho de que, en una buena parte de los educadores y formadores europeos –fascinados ante la «apertura al mundo» que creían ver en el Concilio Vaticano II–, haya primado en exceso la «adaptación» o la «conciliación» con la cultura ambiente, descuidando la identidad cristiana. Y ahora resulta que hay jóvenes cristianos –y no tan jóvenes– que demandan ese refuerzo de su identidad. Han pasado de un cristianismo de «pertenencia», que se daba por supuesto hace décadas, a un cristianismo que necesita de «convicciones» para vivir y respirar, y no encuentran quiénes les ayuden a conciliar su fe con su razón. Quizá pueda educárseles como «contestatarios», pero hay que cuidar de no abandonarlos en el voluntarismo y el fideísmo, primos-hermanos del fundamentalismo.
La cuestión está en que lo «básico» –los verdaderos fundamentos de la vida cristiana que se integran perfectamente con la razón, aunque la superen: la oración y los sacramentos, la gracia y las virtudes, el combate contra el pecado, la vida eterna– es previo a lo «crítico», y la identidad es previa al diálogo. Esto no quiere decir que la dimensión crítica y dialógica del cristianismo deban desaparecer, y quedar encerradas en las paredes de las casas o de los templos, permaneciendo ausentes del debate público. No. Sólo quiere decir que son momentos «segundos» respecto a lo primero: la identidad, lo básico. Cuando alguien no sabe quién es o a qué ha venido, es difícil que pueda aclararse en la maraña del mercado de opiniones e ideologías.
Todo esto es lo que plantea agudamente Mons. Jean-Louis Bruguès –secretario de la Congregación para la Educación Católica– en un texto publicado en el «Osservatore Romano», el 3 de junio de 2009. El texto se refiere a la formación de los seminaristas, pero vale para todos. Lo que propone es «una formación teológica sintética, orgánica y que apunte a lo esencial», la primacía de lo básico y «la renuncia a una formación inicial signada por un espíritu crítico… y por la tentación de lograr una especialización demasiado precoz, precisamente porque le falta a estos jóvenes el necesario background cultural». En otros términos, añade, «yo aconsejaría elegir la profundidad más que la extensión, la síntesis más que los detalles, la arquitectura más que la decoración».
Para esta tarea, señala como referente principal el Catecismo de la Iglesia Católica. Quizá alguien esté tentado de pensar: ¡vaya descubrimiento, el catecismo de nuestras bisabuelas! Pues sí, el catecismo como sabio instrumento de transmisión de la fe, pero no un catecismo cualquiera; sino el que la Iglesia Católica (con su Compendio) propone para el siglo XXI. Este Catecismo contiene cuanto el Concilio Vaticano II consideró importante para explicar la fe en nuestro tiempo; lógicamente, con las mediaciones necesarias de las familias, los catequistas y los formadores. Por eso hay que considerar la propuesta de Mons. Bruguès como una aportación luminosa en el momento actual, que vale la pena redescubrir por parte de todos los que tenga a su cargo la formación.
Concluye Mons. Bruguès que los formadores deben «asegurar armoniosamente», en primer lugar, «el paso de una interpretación del Concilio Vaticano II a otra» (es decir, pasar desde aquella fascinación ingenua por la «apertura al mundo», a una toma de conciencia de los desafíos actuales). Y en segundo lugar, también probablemente es necesario asegurar el paso «de un modelo eclesial a otro» (o sea, desde una «pertenencia» que se daba por supuesto, a una «convicción» que se busca, se mantiene y se acrecienta con el esfuerzo de la razón, de la experiencia de la fe vivida y de la comunión con los demás cristianos).
Efectivamente, el reto de la formación cristiana está hoy en las prioridades y en las proporciones. Las casas se comienzan por los cimientos. Sobre la base de una formación humana y espiritual adecuadas, hay que guardar íntegro el depósito recibido –la fe y la tradición cristiana– y abrirlo a los desarrollos legítimos y necesarios del pensamiento, de la cultura y de la ciencia, que conservan matrices de raíz cristiana (la igualdad y la libertad, la solidaridad y la responsabilidad, etc.). Y esto constituye, a su vez, la raíz de una formación que sea permanentemente misionera o evangelizadora. Todo ello es condición para un diálogo auténtico entre religión y cultura, y, por tanto, para el progreso como personas y como cristianos. Pero, no lo olvidemos, el primer desafío es «la formación de los formadores».
cope.es
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