Entre las «imágenes» de la Iglesia –las comparaciones o figuras que han servido para ilustrar su misterio– hay una que se puede considerar modesta o pequeña, en cuanto que no ha recibido mucha atención por parte de la teología. Y sin embargo es bien gráfica. Quizá por eso es una de las predilectas de los Padres de la Iglesia, que, desde Orígenes, la comparan con la luna, porque no tiene luz propia, sino que la recibe del sol.
Dice por ejemplo San Ambrosio, mezclando esa simbología con el pensamiento de San Pablo: «De hecho la Iglesia no refulge con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del sol de la justicia, para poder decir después: vivo, pero ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo».
Los Padres cristianizaron así un simbolismo constante, bien conocido por los expertos en la historia de las religiones: la luna simbolizaba a la vez la fecundidad y la fragilidad; la muerte y la caducidad de las cosas, pero también la esperanza y la resurrección, como imagen «patética y al mismo tiempo consoladora» (M. Eliade) de la existencia humana. Un himno babilónico canta a la luna como «cuerpo materno que da a luz todas las cosas». Para los Padres, la luna venía a representar el mundo de los hombres, necesitado de Dios para ser fecundo; como la mujer concibe en virtud del semen que recibe.
Todo ello lo retomaba Joseph Ratzinger en su célebre conferencia de 1971: «¿Por qué permanezco en la Iglesia?». Añadía lo que hoy sabemos: la luna de por sí es sólo desierto, arenas y rocas. Pero sigue siendo luz para la tierra. Y se preguntaba si no es ésta una imagen exacta de la Iglesia: “El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún, su naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia. Ella es luna –«mysterium lunae»– y como tal interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante opción espiritual».
Es conocido el eslogan que desde hace unos años se ha extendido en muchos ambientes: «Jesús sí, la Iglesia no». Pues bien, hoy, cuando salen a la luz escándalos de cristianos y eclesiásticos que muestran el desierto y la roca contra la que puede chocar la credibilidad, es preciso seguir afirmando la necesidad de la Iglesia. Como dice la «carta a los buscadores de Dios» (Conferencia episcopal italiana, abril de 2009): «La Iglesia es necesaria para encontrar y acoger a Cristo en el corazón y en la vida. En la comunidad que escucha y proclama su palabra, que celebra los sacramentos de la salvación, que vive y testimonia la caridad, Él se hace presente, a pesar de los pecados y los anti-testimonios de los hijos de la Iglesia. Una comunidad de rostro humano, acogedora, viva en la fe y capaz de irradiar la alegría del Evangelio, es verdaderamente, en relación al Señor Jesús, como la luna respecto al sol: ella recoge de Cristo, verdadero Sol, los rayos de la luz que ilumina el mundo, y los ofrece generosamente en la noche del tiempo».
Para la Biblia, la luna es medidora de la noche y referente central del calendario judío. Los salmos la comparan al reino mesiánico por su larga duración. El profeta Isaías anuncia bellamente que la luna se ruborizará ante la gloria del Señor en el último día. Y Joel anuncia que junto con el sol, la luna se oscurecerá como presagio del Juicio final. El Apocalipsis predice que el mundo nuevo («la nueva Jerusalén») no necesitará ni siquiera la luna, porque Dios mismo será su luz y ya no habrá más noche.
Todo ello se puede relacionar, en efecto, con la Iglesia que peregrina en la historia. Sobre la base del Apocalipsis (12,1), desde la Edad Media se representa a la Virgen Inmaculada de pie sobre la luna, como madre de la Iglesia y prefiguración suya. Un poeta español (Dámaso Alonso) llamó a María «luna grande de enero que sin rumor nos besa».
Sí. A pesar de los escándalos que registra la historia y la actualidad, la Iglesia sigue proyectando la luz de Cristo, que dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas”. Pero también de los cristianos –propiamente hablando, es decir de los que se esfuerzan por vivir el Evangelio con autenticidad–: “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo».
cope.es
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