Según Newman, «es la educación lo que proporciona a la persona una visión clara y consciente de sus propias opiniones y juicios, una verdad que los desarrolla… una elocuencia que los expresa, y una fuerza para ponerlos en práctica» (The Idea of a University, 1854). Por eso es clave saber elegir –si es posible– la universidad que «sirva» de verdad a las personas y su entorno (no se es mejor por apuntarse a una universidad, pero allí debe adquirirse una responsabilidad especial por las personas).
Como es clave saber «vivir» la universidad y disfrutarla siempre (cuando se aprende a ser universitario, no se deja de serlo). Y contribuir después a mantener lo que nos sirvió, si nos sirvió.
En su viaje a Tierra santa, Benedicto XVI bendijo en Jordania la primera piedra de una universidad –la universidad de Madaba– promovida por el Patriarcado Latino de Jerusalén. Todo lo que dijo allí puede aplicarse como «ideario» para una universidad de inspiración cristiana y servir de «test» para cualquier institución educativa de rango académico que esté abierta a iluminar su actividad con las dos «alas» de la razón y de la fe.
Ante todo, tres objetivos: primero, servir a la comunidad humana circundante y elevar el nivel de vida, desarrollando los talentos y las aptitudes de los alumnos. Segundo, promover en ellos la adhesión a los valores y a vivir en libertad personal, por medio de la transmisión del conocimiento y del amor a la verdad. Tercero, afinar el genuino espíritu crítico, disipar la ignorancia y los prejuicios, ayudar a romper los hechizos creados por las ideologías.
Amor y adhesión a la verdad, aprecio por los valores de la cultura, diálogo encaminado a la tolerancia y la paz. Son los pilares de esa educación «más amplia» – decía el sucesor de Pedro – que se espera de cualquier universidad abierta a un contexto religioso, pues, «la fe en Dios no suprime la búsqueda de la verdad; al contrario, la estimula». Y recordaba la exhortación de San Pablo a los primeros cristianos, para que abrieran su mente a «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio».
Pero ¿cuál es en concreto el papel de la religión en la universidad? De por sí, observaba el Papa, «la religión, como la ciencia y la tecnología, la filosofía y cualquier otra expresión de nuestra búsqueda de la verdad, puede corromperse». Concretamente –no olvidemos el contexto del discurso: una «Tierra santa», pero sembrada de conflictos – «la religión se desfigura cuando se la obliga a ponerse al servicio de la ignorancia o del prejuicio, del desprecio, la violencia y el abuso. En este caso no sólo se da una perversión de la religión, sino también una corrupción de la libertad humana, un estrechamiento y oscurecimiento de la mente». Pero esto no es inevitable, continuaba. La educación proclama la confianza en la capacidad humana para distinguir el bien del mal, la verdad de la injusticia. Por tanto, a pesar de los intereses y las pasiones torcidas del corazón humano, se le puede ayudar a ser verdaderamente libre.
«La persona genuinamente religiosa –seguía argumentando– percibe la llamada a la integridad moral, dado que al Dios de la verdad, del amor y de la belleza no se le puede servir de ninguna otra manera. La fe madura en Dios sirve en gran medida para guiar la adquisición y la correcta aplicación del conocimiento». Ciertamente, hay que reconocer los beneficios de la ciencia y la tecnología, pero al mismo tiempo la ciencia tiene sus límites. No responde a todos los interrogantes que se plantea la existencia humana, su sentido y valor, su lugar y finalidad en el universo.
Citaba en este punto al Concilio Vaticano II: «La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, que atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y el bien» (Gaudium et spes, 15).
Y concluía el Papa: la ciencia y la tecnología necesitan la luz orientadora de la sabiduría ética. «Esa es la sabiduría que ha inspirado el juramento de Hipócrates, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, la Convención de Ginebra y otros laudables códigos internacionales de conducta».
En síntesis, puede decirse que la educación universitaria está llamada a impulsar la búsqueda de la verdad, purificando tanto la religión, como la ciencia, la tecnología y la filosofía, precisamente por medio del diálogo entre ellas, con tal que ese diálogo esté abierto a Dios; lo que es lo mismo, presidido por la sabiduría religiosa y ética. Con palabras bien claras, «las universidades donde la búsqueda de la verdad va unida a la búsqueda de lo que hay de bueno y noble, prestan un servicio indispensable a la sociedad».
Al final de su escrito, Newman confiaba en poder agradecer por toda la eternidad, con el corazón y los labios, que se le hubiera permitido aportar siquiera un poco, y testimoniar un mucho, del difícil, pero a la vez agradable y esperanzador trabajo que supone hacer una Universidad.
gaceta.es
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