Los cristianos comienzan el año antes que los demás, como si quisieran adelantarse para anunciar algo grande; aunque en realidad es Dios, el creador del tiempo, quien señala sus etapas. Litúrgicamente, el año cristiano se inicia en el Adviento. Empezamos a prepararnos siempre de nuevo, como si fuera la primera vez y al mismo tiempo la última vez que viene el Hijo de Dios al mundo. Y no es «como si fuera», sino que así «es». Porque Dios sigue llegando como el amor-nuevo por vez primera. Llega en el «hoy» de su eternidad, que se entrecruza con nuestro «hoy», cada vez que recomenzamos a estar más cerca de él.Esto sucede en una conversión, en una confesión, en un «quitarse los miedos, dejarlos afuera», como dice la canción. Esto acontece sobre todo en la Eucaristía. Dios sigue llegando como el amor-juez al final de la vida de cada persona; y también, para todos los pueblos, al final de la historia.
Dios sigue llegando tras una larga espera de siglos, tras los oscuros signos presentes en las otras religiones, sobre todo tras la preparación más inmediata de la Alianza con Israel. En su libro «el Misterio del Adviento», Daniélou afirma: «El cristianismo es la eterna juventud del mundo». Benedicto XVI señalaba al principio de su pontificado que la Iglesia tiene y transmite la juventud de Cristo, que es «eternamente joven». En efecto, el acontecimiento de Cristo vence a la muerte desde dentro de ella misma, metiéndose en la muerte para matarla definitivamente y abrirnos –ya ahora– a la Vida que no muere.
Con Cristo llega la «plenitud de los tiempos». Con Cristo –escribía Juan Pablo II en su carta sobre la llegada del Tercer milenio– «la eternidad ha entrado en el tiempo». Es verdad. El que está con Cristo ya no puede envejecer. Su cuerpo se desgastará naturalmente, pero su espíritu es eternamente joven, con la juventud de Dios. Y esto, hasta el punto de que esa Juventud lo resucitará de entre los muertos para esa Vida que nunca morirá.
Hoy se cree más fácilmente en la reencarnación que en la resurrección. Según Juan Pablo II, esto manifiesta que «el hombre no quiere resignarse a una muerte irrevocable. Está convencido de su propia naturaleza esencialmente espiritual e inmortal». Y sin embargo, lo grande no es que uno pueda tener muchas vidas; al fin y al cabo esto le quita responsabilidad. Sino que hasta el hecho más pequeño se puede transformar por el amor, de una vez por todas, en eterno: en algo que no pasa, que entra en el «hoy» de Dios. Por eso decía Gustave Thibon: «Todo lo que no es eternidad recuperada, es tiempo perdido».
La historia entera es –por utilizar la metáfora de Daniélou– el tiempo que tenemos para madurar un racimo que es precisamente la ciudad de Dios. Esto lo aplica Daniélou a las religiones paganas e incluso a la religión judía –están llamadas a abrirse al «vino nuevo» del cristianismo–, y también a las personas. Es necesario que cada uno se abra al «vino nuevo de la gracia» que hace «estallar continuamente los odres viejos», porque nos lleva a «salir de nosotros mismos –nosotros nos situamos continuamente en una especie de conformismo– y avanzar hacia una nueva etapa».
Por eso hay que despertar. Renunciar al repliegue sobre uno mismo, sobre el propio envejecimiento. Sólo hay dos caminos: o la vida hacia uno mismo, que conduce hacia el morir; o el camino hacia la vida de Dios que lleva al crecimiento, a la «plenitud del tiempo».
Es esa vida de Dios que grita ahora como una madre, como una enamorada, al alma que se resiste a despertar. Está llegando el día para ti, oh alma llamada por Dios, está llegando el día para ti, oh mundo en sombras; está llegando el día para ti, oh conjunto de los cristianos que debéis dar ante el mundo el testimonio de vuestra unidad; está llegando, oh cristiano, el tiempo de tu coherencia; está llegando, oh tú, quien quiera que seas, la ocasión para pedir perdón y recomenzar.
En esta línea, Gertrud von Le Fort, en sus «Himnos a la Iglesia», se imagina que ésta le dice al alma: «Quiero encender luces, oh alma; quiero encender alegría en todos los confines de tu humanidad»; y zarandea al alma humana –a la de cada uno de nosotros que debe despertar en el Adviento y abrirse a Dios siempre de nuevo– evocando a María: «¡Yo te saludo, oh tú que llevas al Señor en tu vientre! »
Ramiro Pelletero.
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