Sólo existe una grandeza posible: ser santos. ¡Y es la vez tan imposible! Nada podemos hacer, sólo podemos dejarnos hacer. Es la imposibilidad la que nos instala en el deseo, la imposibilidad y el amor, experiencias contradictorias que hacen crujir al alma y nos hacen comprender aquel grito de san Juan de la Cruz:
«Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres
¡rompe la tela de este dulce encuentro!»
Se trata del deseo de terminar de gustar aquello que ya se ha intuido, sospechado.
La Eucaristía alimenta el deseo y el amor. Está allí como callado testimonio de fidelidad al hombre, impulsándonos el deseo y avivándonos el sueño imposible de la santidad. Al adorar la Eucaristía nos volvemos hombres de lo imposible, pero con una esperanza cierta: el que siembra el anhelo, realiza la obra. Adorar la Eucaristía es permitirnos saltar el abismo que hay entre nuestra pequeñez y la grandeza del deseo. Por eso los adoradores son incomprendidos por aquellos que no han saltado el abismo. A éstos los paraliza el miedo y los riesgos se les vuelven impedimentos. El adorador sabe de esa pobreza porque es también la suya. Él también sufre muchas veces los embates de su hombre interior que se resiste paralizado ante el abismo. Por eso el adorador puede ser incomprendido, pero él comprende siempre, aún a aquellos que lo dejan solo, o incluso lo persiguen, porque, cuando se adora la Eucaristía, Jesús regala su Corazón, que es un «corazón de hermano», que es hermano de todos.
Adorar la Eucaristía es dejar al Señor espacio y tiempo para que él siembre el deseo de santidad en nuestro corazón. Cuando te postres ante Jesús Eucaristía, has de saber que ya no sabes nada. No tenemos idea de lo que Él va haciendo en nuestra vida, de lo que nos va sembrando. Allí nos deja esas inspiraciones que son el noviciado de la entrega, nos empieza a llevar a donde sólo él sabe, allí nos seduce y nos trata de convencer de que nos ama y no nos condena, allí sólo Dios sabe lo que pasa… Vos ponete ahí, y arriésgate a ser un alma pequeña con un sueño infinito. Arriésgate a vivir con el corazón tironeado e incluso a veces desgarrado entre tus límites y su amor.
Por eso decía que la Pascua de Juan Pablo II nos mostró lo que ya sabíamos pero habíamos olvidado… lo único que cuenta es la santidad… Todo el mundo fue testigo de cómo Dios le fue pidiendo TODO, ya desde muy pequeño… Y el Papa que corría, saltaba tarimas, agitaba sus manos, reía, gesticulaba… lentamente fue despojándose de todo, al final ya no podía caminar, sus facciones se habían endurecido, su voz era un hilo ininteligible hasta que ya ni pudo hablar. Dios le pidió todo, como sólo se lo pide a los más grandes santos… Y él se lo entregó… Y nosotros, el mundo, fuimos testigos de «algo» que no comprendíamos pero sabíamos de dónde venía. Algunos no quisieron comprender, los que no se animan al riesgo del abismo, los que le temen a las cosas que no se comprenden… Pero Dios habló igual.
Dios nos propone lo imposible, lo inalcanzable: la santidad. Y todo hombre que alguna vez en su vida haya adorado al Señor, no se conformará con menos. El corazón que adora la Eucaristía no quiere menos que la santidad… en realidad, aunque no lo sepa, el que adora ya no quiere nada que no sea Dios. Pobres almas las nuestras, tan pequeñas, tan mezquinas, tan frágiles, pero tan enamoradas del Sin Límites que siempre es más, y más y más y pide más y más a quien parece que no puede, pero en realidad ya no puede conformarse con menos.
Almas pequeñas, pero destinadas a la santidad… ese es el corazón de los adoradores.
iglesia.org
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