«El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros (PABLO VI); cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos que en las teorías... El testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en el hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el Evangelio» (Redemptoris Missio, n. 42)
«Nada en mi vida ha pasado por casualidad. En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios», solía afirmar Juan Pablo II.
Es más, me atrevo a afirmar con certeza que Dios tiene previsto grandes cosas para cada uno de nosotros. Cada persona que encontramos en nuestro camino, cada acontecimiento «casual» que ocurre en nuestra vida, los éxitos, las alegrías, e incluso los fracasos y las humillaciones; tienen su razón de ser: nuestra felicidad.
Es verdad que muchas veces no entendemos las señales que nos marcan el camino elegido por El , o infravaloramos la trascendencia de las mismas, o incluso, más de una vez, cerramos los ojos del corazón para no verlas. Pero una cosa es cierta: Todo es para bien. A lo que me gustaría apostillar: Y lo mejor está todavía por llegar.
De hecho, la «casualidad» de que la misma semana que se inaugura en Madrid el Encuentro Preparatorio para la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ Madrid 2011), el Santo Padre, Benedicto XVI, anuncie la beatificación de Juan Pablo II el 1 de mayo, de 2010, día de la Solemnidad de la Divina Misericordia, me causa un júbilo inmenso.
Más aún, cuando el cardenal Rylco, Presidente del consejo pontificio para los laicos, a su llegada a El Escorial, declaró: «Gracias a la labor de Juan Pablo II, la iglesia ha descubierto su rostro joven».
Y al instante, por «casualidad», han vuelto a resonar en mis oídos las primeras palabras que nos dirigió Juan Pablo II, recién estrenado su pontificado: «Vosotros, jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza. » Tenía por entonces unos veinte años.
Años más tarde, «el Papa de los jóvenes» nos recordaba en Paris: «Os lo puedo confiar: Dios me ha dado la gracia de amar con pasión a los jóvenes, ciertamente diversos de un país a otro, pero muy parecidos en sus entusiasmos y en sus decepciones, en sus aspiraciones y en su generosidad (…) porque la juventud es en todas partes, hoy como ayer, portadora de grandes esperanzas para el mundo y para la Iglesia». (Parque de los Príncipes, París, 1 de junio de 1980).
Y como en un susurro, continuaba diciéndonos: «Me alegra (alegráis) los ojos y hace (hacéis) palpitar mi corazón».
He de confesar que estas palabras de agradecimiento, de confianza y de entusiasmo hacia la juventud, me cautivaron. Es más, su férrea apuesta por los jóvenes, su continua predilección por nosotros, se convirtió, como por ósmosis, en parte de mí, de mi forma de ser, de pensar y de actuar.
Es más, ahora que nadie nos oye, tengo que confesar que fueron sus palabras, sus gestos, su sonrisa y su mirada lo que me animó a plantearme en serio y, por qué no decirlo, con cierto orgullo, mi vida, mi formación, mi compromiso, mis luchas. De ahí que los jóvenes de hoy sean mi ojito derecho, mi debilidad, mi gran pasión, mi apuesta exigente.
En definitiva, como señaló Juan Pablo II en su Carta a los Jóvenes con motivo del Año Internacional de la Juventud, (1985): «Vosotros sois la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia.
Todos miramos hacia vosotros, porque todos nosotros en cierto sentido volvemos a ser jóvenes constantemente gracias a vosotros. Por eso, vuestra juventud no es sólo algo vuestro, algo personal o de una generación, sino algo que pertenece al conjunto de ese espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma.
En vosotros está la esperanza, porque pertenecéis al futuro, y el futuro os pertenece.»
Remedios Falaguera
fluvium.org
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