Karoli es hutu (una de las muchas etnias que pueblan África). En uno de los conflictos que han ensangrentado su país, su familia fue aniquilada por miembros de la etnia rival, los tutsis. Perdió a su esposa, a sus hijos, a sus padres y a sus hermanos, todos asesinados. Él se salvó porque aquel día estaba lejos de su colina y pudo permanecer algunas semanas escondido en el almacén de la misión.
Años después volvió a casarse y tuvo un hijo. El día del bautizo del niño, Karoli escogió como padrino de su hijo a su amigo Sinzinkayo, catequista como él, pero no de su etnia, sino tutsi. Un hecho inaudito en aquellos tiempos de hostilidad. Entraron en la iglesia cogidos por el hombro. Los dos habían sufrido, los dos tenían muertos que llorar a causa de los enfrentamientos, pero los dos habían permanecido fieles al Evangelio y, con aquel gesto, decían ante todos que era posible el perdón y la reconciliación. Creo que fue una de las mejores catequesis que se dieron en aquella misión: con sus vidas, con ese gesto, enseñaron que, por encima de odios, estaba un único Padre que hace de todos los seres humanos una familia de hermanos.
Cuando recuerdo aquel hecho, no puedo dejar de sentir la admiración que se tiene delante de un milagro. En ellos veo encarnada la frase de San Pablo: “Dios nos reconcilia con Él en Jesucristo y hace de nosotros ministros de la reconciliación”. Ahora, cada vez que tengo que hablar de reconciliación, recuerdo con agradecimiento aquel hecho, la lección silenciosa que nos dieron aquellos dos catequistas.
Una vez tuve la oportunidad de comentar con ellos este magnifico ejemplo de reconciliación que habían dado. Su respuesta fue sencilla como el agua, pero con la profundidad de Dios mismo: “Los sacerdotes habéis sembrado la Palabra de Dios en nuestros corazones, nos habéis reunido en una familia nueva, nos habéis enseñado el perdón de Dios y lo habéis derramado en nuestros corazones. Vivimos de lo que nos habéis dado. La fuerza del perdón nos viene del perdón de Dios que nos habéis transmitido”. Siendo así, ¿puede haber vocación más bella que la de ser ministro de la reconciliación?
Ahora, tantos años después, me toca participar en la formación de los jóvenes seminaristas de esta Iglesia local. Les digo que están llamados a ser constructores de la familia de los hijos de Dios, que supera razas y colores, que nos hace hermanos los unos de los otros. El sacerdote, con su ministerio, hace nacer la comunidad, la alimenta con la Palabra de Dios, la refuerza con los sacramentos, hace caer barreras y prejuicios, hace que todos nos sintamos hermanos al anunciarnos que Dios es nuestro único Padre.
En el seminario, ellos mismos hacen experiencia de esta realidad. Provienen de etnias diferentes, con culturas diferentes, lenguas diferentes, modos de pensar y reaccionar diferentes…; sin embargo, viven la fraternidad, crece en ellos la amistad, son capaces de sacrificarse por el otro que es distinto. Este será su ministerio, su servicio a la Iglesia y a su propio país. En el seminario aprenden que en Dios lo imposible se convierte en posible y en fuente de gozo. Al final de su formación, así lo esperamos, serán servidores de la comunidad, constructores de fraternidad y, en esta África de barreras, serán ministros de la reconciliación.
Testimonio de Salvador Romano
Misionero Javeriano en Chad
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