«Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente» (Ap 11,17)... Esta dimensión de la alabanza es de primera importancia. Desde ella se mueve toda respuesta auténtica de fe a la revelación de Dios en Cristo. El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, «últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2).
¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel «hoy» con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén: «Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Han pasado dos mil años, pero siente siempre consolador para los pecadores necesitados de misericordia —y ¿quién no lo es?— aquel «hoy» de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
Juan Pablo II
Carta apostólica «Novo Millennio Inneunte», § 4
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