En diversas ocasiones la Sagrada Escritura nos muestra a Dios como amigo de los hombres. La amistad exige benevolencia mutua. Primero nos amó Dios, y así pudimos corresponder; nosotros le amamos porque Él nos amó primero. A lo largo de su vida terrena, Nuestro Señor estuvo siempre abierto a una amistad sincera con quienes se le acercaban. Del mismo modo, el Señor nos ofrece ahora su amistad desde el Sagrario. Allí nos consuela, nos anima, nos perdona. En el Sagrario, Jesús habla con todos, cara a cara, como un hombre habla con su amigo (Éxodo 33, 11)
El Señor quiere hablar con nosotros en la intimidad de la oración, como conversaba con sus amigos en su paso por la tierra. Abrámosle nuestra alma, y Él nos abrirá la suya; el verdadero amigo no oculta nada al amigo. Esta amistad con Jesucristo nos capacita para ser mejores amigos con nuestros semejantes, porque nos dispone a salir de nuestro egoísmo y nos da ocasión de difundir el bien que poseemos.
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