La palabra éxito, tiene una mágica resonancia en el ser humano, prácticamente casi todos anhelamos lo que esta palabra expresa o representa. Ante todo y antes de entrar en materia, conviene que consideremos que etimológicamente la palabra éxito deviene del latín exitus que significa salida, lo que nos lleva a considerar, que el éxito solo se da siempre como consecuencia de una acción o una actitud previa, cuyo resultado es el que se califica de éxito. Y como la actuación humana puede ser realizada tanto en el orden espiritual como en el material, es de la que se realiza en el orden material, es del éxito material del que primeramente nos vamos a ocupar.
Porque desgraciadamente más nos ocupamos los humanos de obtener el éxito material en esta vida que en preparar la obtención del éxito espiritual para ser unos triunfadores en la vida que nos espera, que nos guste o nos disguste irremisiblemente a todos nos espera. Y no cabe la técnica del avestruz de esconder la cabeza, frente a esta realidad incontestable.
En relación pues al éxito material en esta vida, el éxito llega a constituir una verdadera obsesión, una necesidad ineludible, porque la actual sociedad, nos divide a todos y mucho más en el mundo anglosajón, en una dicotomía entre; vencedores y perdedores, y lógicamente nadie quiere formar parte del grupo de los perdedores, ni él ni sus hijos y a estos muchas veces, se les someten a unos esfuerzos intelectuales, para que sean más de lo que fueron sus padres, sin darse cuenta los padres de que estos esfuerzos son muchas veces contraproducentes. Los padres no reconocen en muchos casos, la verdad que se encierra en el dicho: “Donde Dios no pone Salamanca no presta”.
Lo importante no es triunfar en esta vida sino sentar las bases para triunfar en la otra y esa debe de ser la principal preocupación de los padres en la educación de sus hijos, del triunfo material no se dan cuenta de que como todo lo que ocurre en este mundo, este se encuentra en las manos de Dios. El santo Cura de Ars, era casi un deficiente mental, que a duras penas pudo ser ordenado sacerdote pues era incapaz de entrar por el latín y sin embargo Dios le regaló el don de la clarividencia y era capaz de leer en las almas de sus penitentes.
El éxito material nos ensoberbece y desgraciadamente puedo escribir por experiencia, nos hace elevarnos en ese pedestal que todos nos hemos creado para que todo el mundo reconociéndonos nuestras capacidades y méritos, nos rinda pleitesía. El sentirse sujeto de adoración por los demás, es un deseo que maquiavélicamente el demonio nos estimula. ¡Qué guapa es fulana!, como vale, que estilo tiene, que gusto derrocha para vestir y decorar sus casa y que sencilla y caritativa es, que encanto tiene, como se la rifan los hombres.
Y qué decir de fulano: ¡Que inteligente es!, que bien maneja los negocios, que puesto tan importante ha logrado alcanzar, que fortuna ha levantado, que mente tan lúcida, cuanto sabe, que bien se expresa, que estilo tiene, como se lo rifan las mujeres. ¿Cómo es posible ser humilde? ¿Cómo es posible destruir el pedestal de nuestra vanidad? Pero si no soy yo quien lo creo, me lo crean los demás, y uno es tan idiota que llega a creerse lo que de él se dice.
Es difícil luchar contra él éxito, es tan difícil como luchar contra el dinero, porque si bien Nuestro Señor nos dejó dicho: “Nadie puede servir a dos señores, pues o bien, aborreciendo al uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose al uno, menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6,24), está claro que a estos efectos el tratamiento del éxito y del dinero son parejos.
El tener éxito, como tener dinero ni impide la entrada en el cielo, pero desde luego que la dificulta tremendamente y ello por la sencilla razón de que ambas cosas, no favorecen la humildad de quien las posee y sin humildad es imposible adquirir y aumentar cualquier clase de virtud, ya que la humildad es la madre de todas ellas, al igual que la soberbia es en contraposición la madre de todos los vicios.
Es sabido que el dinero y el éxito predisponen al ser humano a la soberbia y no a la humildad. Hace falta ser un gigante de la espiritualidad y del amor a Dios para tener riquezas y éxitos en la vida y ser humilde, porque el éxito lo mismo que el dinero es una bebida peor que el alcohol sin control, es una bebida que aunque sea beba en pequeñas dosis enseguida se sube a la cabeza.
Y se sube a la cabeza porque nos afianza en ese maldito pedestal, que indebidamente nos creamos porque nos lo pide nuestra vanidad humana, para poder mirar a los demás por encima del hombro, para sentirse halagado, con el respeto y la consideración de los demás, que la mayoría de las veces hipócritamente nos dicen que somos mejores y somos tan idiotas que nos lo creemos.
Reconozco no obstante, que existen comerciantes tan inteligentes, que para cerrar un negocio, se pasan todo el tiempo halagando las cualidades personales de la otra parte y es el caso tan asombroso, que estando situado el halagador económica u socialmente por encima de la misma situación del halagado, este último es tan vanidoso que cae en la trampa del halagador y llega a creerse los halagos, y no hablo por referencias sino por experiencias.
Pero el verdadero triunfador, es el que menospreciando el éxito mundano, se preocupa solo de su éxito espiritual, de ganar el cielo, un gran cielo, el mayor que le sea posible obtener, volcándose en el amor al Señor. Así como el éxito material mundano tiene límite como todo lo material, el éxito espiritual carece de límite alguno, porque su fundamente está en amar al Señor y el amor al Señor se nos genera en la única del amor del amos que existe, que es propio Dios, y esta fuente es ilimitada como todo lo que a Dios se refiere, porque Él es un Ser absolutamente ilimitado, en todas sus manifestaciones potencias y naturaleza.
El éxito de la vida espiritual de una persona, permanece siempre oculto, en la profunda intimidad de su alma, y él mismo no quiere que jamás se rompa esa intima relación que mantiene con el Señor. Mala cosa es que alguien alardee de santidad, porque podemos estar seguro, de que en esa persona que hace gala de su santidad, esta es inexistente, porque entre otras razones esa persona carece de un elemento indispensable para que medie santidad que es la humildad.
Serían de aplicación aquí un viejo refrán español que dice: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. También es muy frecuente el caso, de que a uno o a una le atribuyan santidad, sin que este o esta busquen esa atribución, pero tampoco la nieguen porque le halaga. En este caso también tenemos en el refranero de nuestra lengua otro que dice: “De dinero y santidad la mitad de la mitad”.
La búsqueda del éxito en la vida espiritual, tratando de amar al Señor cada vez más, tratando de vivir solo en Él, con Él y para Él, es un camino que molesta mucho al maligno y nos hace atravesar campos de minas. Ante todo huyamos de la soberbia en todo momento, y considerémonos siempre el más indigno siervo del Señor que ha existido, existe y existirá. Nosotros no podemos ver en el interior de las almas y las manifestaciones exteriores de la conducta de las personas, nos puede llevara a error, si a través de estas manifestaciones pretendemos juzgarlas.
Cualquiera sobre el que podamos estimar que no está en la amistad del Señor, puede ser que nos equivoquemos y este tenga mucha menos podredumbre de la que nosotros abundamos a montones. De otro lado, es muy posible que esta persona sobre la que mentalmente nos creamos superiores, no haya tenido ella el mundo, las oportunidades que Dios si nos ha dado a nosotros, y al final su vara de medir será más pequeña que el pedazo de vara que nos espera a nosotros.
Hay un algo muy aborrecido por los ojos del Señor, y es la soberbia espiritual, que nos engaña y nos hace creer que somos buenos. Hasta tal punto el Señor le da importancia a esto, que no tenemos más que leer los evangelios en relación a la oración del publicano: "Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias” En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18,9-14).
Escribe Slawomir Biela, que: “Este hombre -el fariseo- robó a Dios la gloria que solo le corresponde a Él, para construir su propia gloria, y se envaneció y se enorgulleció ante Dios por algo que no le pertenecía. Además también despreciaba a los demás por causa de esas gracias de Dios”. Su gran pecado es la ceguera de su orgullo y autosuficiencia donde la soberbia se encuentra solapada.
La actitud del que de verdad ama a Dios, es la de decirle: Señor aquí me tienes, dese0 entregarme a Ti, con un acto humildad, de pobreza y de consentimiento. Cuando se ora dice el maestro Lafrance, hay que mantenerse pobre y desnudo, como Moisés ante la zarza ardiendo e incandescente. No digas nada sino ofrece a este fuego devorador del Señor, toda la superficie desnuda de tu ser. Dios es el que quiere devorarte. Formas un ser con Él, y te conviertes en participante de la naturaleza divina, si es que de verdad quieres amar locamente al Señor, vibrar en amor a Él.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
religionenlibertad.com
Monday, June 7, 2010
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